domingo, 10 de diciembre de 2017

Sobre el canal TCM



Cuando era un tierno prepúber, ahorré 13.000 pesetas (de las antiguas, no de las de ahora), y me compré una tele para mi cuarto. Eran los años 90, y el ciudadano occidental medio se levantaba cada mañana con la ilusión de salir lo antes posible del trabajo, y sentarse a ver lo que las cadenas de televisión le ofrecieran en prime-time.

Además de ver la televisión, aquella compra me permitió disfrutar de muchos videojuegos en mi propio cuarto, y poner cintas VHS, que todavía se usaban. Pero el tiempo pasó. La tele dejó de interesarme, y las consolas exigieron mejores prestaciones. Con la llegada de la TDT, mi querido cacharro y sus tubos de rayos catódicos dejaron de ser útiles definitivamente, y desde entonces, no he visionado con regularidad ninguna cadena de televisión.

Pero esa industria cambia, y se adapta a los cambios sociales. Como yo, mucha otra gente se ha alejado del formato clásico, y mira las cosas en Internet. Yo tengo acceso a Movistar, HBO y Netflix, y tres ordenadores delante todo el día. Al final, uno cae.

Pero no veo Telecinco. En Movistar hay opciones más interesantes, como el Canal Historia, o National Geographics, pero, por encima de todo, a mí me gusta TCM. De entre todos los canales de cine de la plataforma televisiva, este es el mejor, porque es de buen cine.

Hay quién diría que es un canal de cine clásico. Pero no lo es, y lo agradezco. En todas las formas de arte hay elitismos, y en el cine, el elitista cultural desea dejar claro que sabe más que nadie, y dirá aquello de que todas sus películas favoritas son anteriores al año 78. Dirá que ya no se hacen películas como las de antes. Valiente tontería.

Lo bueno de TCM es que obvia elitismos de ese tipo, y centra su producto en la calidad, que es algo muy raro. Así, si uno está pendiente, puede ver películas de Tarantino, Billy Wilder, los hermanos Cohen, Orson Welles, Steven Spielberg, Shyamalan o Takeshi Kitano. La cuestión es que la película sea buena, eso es lo único que importa, y no el año o la nacionalidad.

Hoy, mientras trabajo, tengo TCM puesto en mi segundo ordenador. En unas horas, he podido ver El Verano de Kikujiro (Kitano), Inside Llewyn Davis (Cohen), Videodrome (Cronenberg), El Séptimo Sello (Bergman), y ahora, a las 5 de la mañana, están echando El Extraño (Welles). Ha sido, por tanto, un gran día.

Los documentales de producción propia también son muy buenos y pedagógicos, y la dirección del canal responde, de forma muy interesante, a razones semánticas. No sólo se ponen películas aleatorias, hay especiales y selecciones. Por ejemplo, últimamente han puesto un especial sobre el aniversario de Scorsese, un especial sobre cine dirigido por mujeres, uno de óperas primas, y otro sobre películas en las que aparece Steve McQueen conduciendo vehículos, para recordar su carrera como piloto.

Si te gusta un poquito el cine, deberías ver este canal, mola bastante.    


sábado, 2 de septiembre de 2017

jueves, 11 de mayo de 2017

Pesadilla en Ciudad Cohete



Soy un amante de la narrativa, quizás por encima de cualquier otra cosa. Siempre he tenido en gran estima las buenas historias, pero soy consciente de que no solo importa el qué, sino también el cómo. Así, cada medio tiene una gramática, y el uso de la misma determina la capacidad de una historia para sublimar al que la disfruta.

En el ámbito de los videojuegos, la narrativa de verdadera calidad existe, pero está en constante tela de juicio. Comparada con las de otras formas de creación, como el cine, la literatura, los cómics o la televisión, la gramática de un juego incluye elementos técnicos y jugables que implican una mayor complejidad en su correcta aplicación. Así, dar importancia, o calidad, al aspecto narrativo, incluso en los casos en los que este es el objetivo principal, no siempre es fácil.

Soy muy fan de los géneros en los que se da gran importancia a la narrativa. Me encantaban las aventuras gráficas, aunque estas desaparecieron casi en su totalidad, y también los RPGs japoneses, que se han adaptado al mercado global de una forma tan obvia, que prácticamente tampoco existen ya. Sin embargo, los juegos de rol occidentales me resultan muy indiferentes.

Una de las cosas que más me gusta en un juego es la geografía, la definición de los países o ciudades, y las características de sus habitantes. Llegar a una ciudad o localización nueva, después de sufrir graves infortunios, para poder descansar y conocer gente, me resultaba muy gratificante. Y lo hacía especialmente en el que, aún hoy, sigue siendo mi juego favorito, Final Fantasy 7.

Algún día, y posiblemente en otro lugar, comentaré el motivo por el que Final Fantasy 7 es tan grande. Pocos procesos de racionalización al respecto se llevan a cabo de forma seria, y estos se limitan a decir que gusta mucho porque, simplemente, fue el primero en ser jugado. Sin embargo, aunque es valorable el hecho de que su historia sea mejor o peor que la de otros capítulos de la saga, como decía antes, el análisis de la conjugación entre el qué y el cómo dicta, en esta caso, como en muchos otros, la verdadera diferencia de calidad entre unas obras y otras.

Sin entrar en demasiado detalles, diría que uno de los aspectos claves en Final Fantasy 7 es el trabajo sobre sus personajes, sobre el pasado de cada uno de ellos, y su relación con su pueblo. Las ciudades y su naturaleza están diseñados de una forma fantástica y determinista, consiguiendo que ninguna de ellas sobre en un mundo que puedo recordar al completo, a pesar de haberlo recorrido hace 20 años. 

Las limitaciones técnicas de la época, no obstante, obligaban a que los emplazamientos fueran pequeños, y sus habitantes tuvieran un comportamiento limitado. Ahora podemos ver mundos enormes en los que aparece gente sin parar, con cierto nivel de libertad, pero entonces, había cuatro gatos, y siempre contaban lo mismo. Por eso, y en mi obsesión con ese juego, llegué a soñar una vez que vivía en una de sus ciudades, Ciudad Cohete, y que los habitantes se comportaran como en el juego real, diciendo la misma frase una y otra vez-

Fue una pesadilla dura, la verdad, aunque, al haber vivido en pueblos pequeños por temas de trabajo, puedo decir que es una experiencia cercana a la realidad de algunas localizaciones. Pero  resultaba verdaderamente desazonante. 

Aún así, viendo RPGs mucho más actuales con ciudades enormes, sin alma ni historia, solo colocadas geográficamente de forma conveniente, y con habitantes creados automáticamente, caminando como zombies, aún siendo millares, llego a echar de menos esos pueblecitos pequeños, y sus habitantes, a los que llegué a conocer, aún con sus limitaciones. Quizás esto sea extrapolable también al mundo real, y al hecho de haber vuelto a vivir en una gran ciudad. Creo que es una interesante reflexión. 



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